lunes, marzo 26, 2007

EL TIEMPO SE PASA VOLANDO

La tarde está un tanto fría; las nubes no dejan al sol darnos su luz y calor; típico sábado de invierno. Aunque Chiclayo siempre se ha caracterizado por tener días soleados, últimamente el clima nos juega una mala pasada.
¿Por qué caminar por estas calles angostas y veredas que solo permiten un peatón? ¿Por qué soportar el viento golpear mis mejillas y la tierra correr con él? Talvez porque al caminar por estas calles empiezo a recordar aquellas historias que me cuenta mi padre, de aquellas épocas de su niñez, de aquel tiempo en que todo en esta ciudad era diferente.
Camino, a paso lento y sin perder ningún detalle, por la que ahora es la amplia y transitada calle San José; la cantidad de tiendas y restaurantes que allí se encuentran la han hecho conocida por ser una de las arterias comerciales más importantes de la ciudad. Sin embargo, antes no era así, comparándolo con la actualidad, las cosas han cambiado y sí que lo han hecho.
“Cuando apenas tenía entre 8 y 9 años, pasar un día en la playa era fantástico, pero el recorrido hasta ella era aún más. Recuerdo que en una ocasión, como todas, mi padre encendió la camioneta e hizo que todos los hijos subiéramos; éramos muchos, por eso en la parte de atrás íbamos echados, en colchonetas, los hombres, dejando que las mujeres se sentaran adelante junto a mi madre, me gustaba echarme y mirar al cielo; aquel día la luz del sol apenas se notaba; impedía ver con claridad; miré a los lados; solo pude observar los segundos pisos de casas de estilo colonial; me senté y con el vaivén de la camioneta producido por la pista hecha de adoquines de piedra negra, me mareé un poco; algo sin importancia, pues rápidamente se me pasó; cruzamos la avenida Balta, que es estrecha, en dirección hacia San José; ésta también es angosta y torcida, como todas, por su falta de planificación; me gusta, de vez en cuando, observar cómo las llantas ruedan por aquellos bloques de piedra y ver también cómo, en fila india, la gente transita por las delgadas veredas, algunas de piedra negra y otras de color gris.
El sol empieza a imponerse; su calor se siente y se evidencia en mi frente mojada, veo hacia mi alrededor para reconocer por dónde estamos, y si no fuera porque ya conozco este lugar, estaría perdido, ya todo es desierto, y a escasos metros nos acercamos a una urbanización alejada de mi parte favorita de la ciudad, a donde en pasadas ocasiones fuimos de visita con papá; escuché que él muchas veces la llamaba Satélite, palabra nueva para mí, y que esa mañana al pasar me hizo recordar que debo preguntar qué significa; estoy perdido en mis pensamientos, giro mi cabeza y me doy cuenta que mi pequeño hermano no está sentado en la colchoneta; me da la sensación de que no está cómodo; por eso le pregunto si quiere compartir la mía; con un movimiento de cabeza me dice que no; veo su mirada fija, al parecer algo llamó su atención; la sigo y me doy con la sorpresa de que observa, en la puerta de una casa, un pequeño perrito, al parecer enfermo; recuerdo la sensibilidad y el gusto de mi hermanito por los animales; lo jalo de su camiseta y lo obligo a echarse; me mira sorprendido por mi acción, y antes de que se queje, me apresuro a decirle, ‘échate vamos a contar con los ojos cerrados hasta que lleguemos a la playa’... las horas cuando uno se divierte se pasan ‘volando’, casi a punto de atardecer emprendemos el regreso a casa, esta vez estoy cansado de mirar las ruedas en la pista, de mirar las veredas angostas y a la gente apresurando el paso por llegar a su hogar antes de que oscurezca; me tumbo en mi colchoneta y apenas veo un poste de alumbrado público recuerdo que a éste mas lo seguirán; comienzo a contarlos, su pequeño foco me llama la atención, pero aún mas el platillo que lo cubre como un sombrero de paja, aquellos que usa mi padre y mi abuelo cuando van a la hacienda; parece una pequeña cabeza con su sombrero blanco, y ya sé, una vez más, cuántos de estos pequeños vigilantes de la noche hay desde que llegamos a la ciudad hasta que llego a mi casa, no me aburro de hacer lo mismo, porque si que lo hago, en cada viaje a la playa y en cada paseo, talvez porque sea un niño y esas cosas son importantes y divertidas para mi”...
La historia viene a mi mente, cuando sin darme cuenta estoy cruzando una de las famosas calles adoquinadas de Chiclayo, Alfredo Lapoint o Teatro como muchos la conocen, calles que al pasar de los años aún conservan su magia y estilo propio, pero me doy cuenta que solo lo conservan las menos importantes, aquellas estrechas que solo permiten el paso de un automóvil y que sus veredas imitan esto, permitiendo el tránsito de una persona.
Es gracioso ver a los peatones caminar en ‘fila india’, unos lo hacen mas apurados que otros, por esto cierto hombre adelanta al que se encuentra atrás y que a su gusto, y al mío, camina demasiado lento, para hacer esto es necesario bajar a la pista, pero éste no percibe que un auto se acerca por detrás, una bocina suena ruidosamente, el conductor, como la mayoría de hoy en día, viene a una velocidad mayor de lo permitido, sin tomar en cuenta que en una calle de este tipo y de este ancho eso es incorrecto, a esto se le agrega el insulto para quien se quiso pasar de listo y creyendo que el auto no estaba muy cerca adelantó a la ‘tortuga’ que venía delante de él.
Felizmente no pasó a mayores, “parece simple, pero si lo atropella le puede malograr el pie”, oigo decir a una señora. Mi intención de adelantarla se esfuma con lo que acaba de pasar; miro hacia ambos lados, algo gracioso si se sabe que ese tipo de calles son de un solo sentido, pero más vale prevenir que lamentar.
Cruzo hacia la acera del frente, levanto la cabeza y, cosa que muy pocas veces hago, miro el segundo piso de cada construcción, moderna o no, descubro carteles que nunca había visto o casi ni recordaba, el empujón de un transeúnte me rompe la concentración, un ‘au’ sale de mi boca, un ‘perdón señorita’ sale de la de él y sigue su camino; miro su polo con detención; sonrío al darme cuenta de que es el mismo hombre que casi pierde el pie segundos antes; muevo la cabeza, como que el gusto de esta persona por adelantar a las demás no se le va a ir, salvo que por intrépido vaya a recibir de su propia medicina. Me olvido del asunto, o eso pretendo y sigo mi rumbo.
Llego a una calle que no tiene una pista de verdaderos adoquines de su época, sino mas bien por no perder el gusto, la reconstruyeron así, María Izaga se llama, a gusto personal no me pareció una buena idea, pues el movimiento que produce cuando vas en un auto por ella, mortifica, no a todos claro, a algunos les gusta, quizá a aquellos que ya están acostumbrados a transitar por las de esta clase.
Recordando ‘las pequeñas cabezas con sus sombreros blancos’ veo los postes de alumbrado público; éstos son mas sofisticados, ya no se usan los focos pequeños que apenas iluminaban la calle o avenida; ahora mas bien son tremendos reflectores de luz amarilla que iluminan casi de esquina a esquina, pero aún están apagados, ya que todavía no anochece.


Caminando llego a la avenida Balta, esta si, como muchas otras, la han ampliado y asfaltado por completo, ambas veredas están llenas de bancos, restaurantes, farmacias, tiendas, kioscos de periódicos, bares, hasta discotecas y casinos, mucho comercio que poco a poco se va expandiendo; camino con dirección a la Plaza Principal, en el transcurso me encuentro con vendedores ambulantes que expenden todo tipo de cosas, desde pinturas que ahí mismo las pintan, hasta DVD’s piratas, como si fuera algo normal.
Caminar por aquí no es como antes, la tranquilidad se ha roto; todo es mas ajetreado, todos andan con más prisa, el mundo vive con mayor prisa, yo por el contrario camino lento, llego al centro de la Plaza, me detengo y doy una vuelta, mis ojos ven demasiadas cosas, mi cabeza no quiere dejar de girar y mi cuerpo le obedece, girando lentamente en dirección a las manecillas del reloj veo a familias caminando y entrando de tienda en tienda, a ancianos charlando amenamente, vendedores anunciando sus productos, amigos abrazándose efusivamente, al parecer hace un buen tiempo que no se ven, parejas de enamorados haciéndose mimos, luces de carteles encenderse, lustrabotas corriendo uno detrás de otro en busca de clientes; por un momento mi imaginación me transporta hacia años atrás, pero una vez mas un empujón me interrumpe, es un niño que de estatura me llega a la cintura y al parecer no se dio cuenta que al venir corriendo se encontraría conmigo en su camino; casi pierde el equilibrio, pero reacciono a tiempo y lo sostengo; su rostro cambia de expresión, se notaba asustado y al escuchar su nombre de boca de su mamá, a unos metros, se suelta y dando media vuelta corre hacia ella. Su acción me causa gracia; sin querer miro hacia un poste, y lo veo encenderse, me percato de que ya es casi de noche, el tiempo cuando uno se divierte se pasa ‘volando’ y los cambios en una ciudad, al transcurrir los años, también.



((Mi Primera Crónica - Redacción Periodística))
((Fotografías antiguas: Colección Allen Morrison))

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