sábado, mayo 29, 2010

¡¡Dale, dale... PIE DERECHO!!



Los micros están repletos. La gente se apresta a trabajar. Obreros, empleados. Doctor, enfermera. Y hasta un capitán. Van mirando sus relojes. Mientras el microbusero. Impulsa esos listones. Llamados Perú ♪

El siguiente no es un relato elitista ni segregacionista. Es una crónica de una tacaña que, por ahorrar sus soles y con la excusa de “vivir la experiencia”, convence a su joven madre de acompañarla al mercado en un viaje tipo safari en la combi #2547. Y al mismo tiempo ofrecer mi mayor admiración a todo aquello ciudadano que usa este medio de transporte a diario, buena parte de su vida. La combi es parte de nuestra cultura popular y está ahí. Baratita nomás.

Lo que menos apetece a un ama de casa de clase media siempre, siempre será subir a una combi. Ellas, acostumbradas a manejar sus automáticos Peugeot o Volvo con aire acondicionado y asientos cómodamente acolchados, con aromatizadores de manzanas o lavandas y el cinturón de seguridad siempre presente, nunca olvidarán (si alguna vez subieron) que viajar en combi es terminar entrelazado con piernas extrañas y respirando olores non gratos, permitir que uno, dos y hasta tres cuerpos sudorosos se inclinen hacia ti, encorvados y de pie porque ya no encontraron asiento libre.

Mi mamá no maneja auto, ni Peugeot ni Volvo. Manejó moto, tuvo una XXXX en sus épocas de colegiala y universitaria. Y aún ahora puede manejar cualquier lineal motorizada que se le presente. Hoy, como ama de casa, solo viaja en taxi o, en caso extremo y costumbre en provincias, mototaxis. Su reloj marca las 15.30 horas, aunque el mío dice que es algo más tarde. El destino es otro lugar apestoso y desordenado al que me es necesario ir. La aventura empieza en una esquina cementada a la espera de la codiciada, odiada y a veces, solo a veces, esperada combi.

Pasa una, tan rápido que ni tiempo de pararla da. Siete minutos después pasa la segunda. Esto no es la capital –y ni se le parece, aunque algunas zonas residenciales tienen mansiones a lo Miami Beach– por lo que encontrar un paradero decente o más demanda “combística” es imposible.

El micro negro está completamente vacío, de pasajeros porque el chofer conduce y el cobrador es indispensable. Antes de que subamos las dos damiselas en apuros -y misias* aunque misia yo que la obligo a acompañarme y encima le digo que experimentaremos el recorrido en combi, ella es un pan de azúcar, un dulce de leche que acepta sin protestar- suben dos hombres que misteriosamente aparecieron por la esquina anterior a la que nosotras nos encontramos. Ruego porque no se sienten adelante. Mis piernas no son larguras de metro setenta pero las tengo más largas que mi promedio “paisanístico” (hoy tengo un ligero afán por agregar el sufijo ‘–ístico’ donde me plazca) por lo que ir sentada en medio es una tortura para mis rodillas que, si no entran a las justas, tendrán que sobrar por algún costado. Para mi alivio los veo sentarse atrás.

Todo latinoamericano conocedor, y usuario, de una combi sabe que al lado del conductor entran dos personas. Detrás de este (y espalda contra espalda) cuatro más. Al frente de estos, tres filas de dos personas cada una. Al lado derecho de dos de ellas, dos asientos individuales. Y al fondo (donde siempre hay sitio) cuatro cristianos más. En total: 18 personas sentadas y apretadas en dos metros de carrocería. Pero eso en un límite semilegal porque de pie, encorvadas y apretujadas, pueden ir hasta cinco paisanos más. Y el “pasaje, pasaje”, baratito nomás, “setenta céntimos, señorita”.

Para cuando el vehículo llega a nuestro lado hay otro hombre que espera junto a nosotras, ve tú a saber de dónde salió. Mi pobre madre, dulce de leche, sube primero. Ya está avisada de que tiene que sentarse en la primera fila. La combi sigue su recorrido por urbanizaciones medio alejadas recogiendo a angustiados estudiantes, apresurados hombres cabeza de familia y acaloradas madres con hijos pequeños que suben y suben como si la combi se tratara de la cartera mágica de Mary Poppins.

No hemos recorrido ni diez minutos y los asientos ya están todos ocupados, ya dos jóvenes entraron agachados de pie como de costumbre y ya tengo un par de piernas entrelazadas a las mías, cosa que ni los galanes han tenido el gusto de hacer. Una mujer que parece un limón (por su color de ropa y curvilínea figura) y un chico onda dark nos paran, y utilizo el ‘nos’ porque paramos todos. Mi dulce de leche me pregunta algo que me causa gracia “¿dónde se supone que se van a sentar?” miro al limón, luego a ella, respondiendo “no estamos en un Cristo Rey (los microbuses que invaden Lima) ni en un Subway pero igual van parados”. Ella, mi mamá, ha usado el medio de transporte público en su juventud pero son poco más de veinte años los que han pasado desde aquellos tiempos en los que las combis no eran la plaga que es ahora (ella nunca las usó) y donde ir de pie en un microbús era y es más normal.

Limón y Darkito (si no te conozco es obvio que te pondré algún sobrenombre) suben, se agachan y no les importa, a ella, que sus senos permanezcan colgados enfrente mismo de un desconocido y a él, que su brazo tenga que cruzar hacia un mango para sujetarse rozando la cara de otro anónimo. Cuando parece que por fin no habrá más paradas, una enfermera de blanco (recuerden que las hay de todos los colores) levanta el brazo y el chofer, caballerosamente, detiene la combi. “¿Es que subirán más?” pregunta mi mamá. “Es que no has visto todo” le respondo.

La enfermera sube, no quiero ni pensar ni imaginar cómo es que entró… o en dónde. Y cuando parece que el cobrador le cederá su lugar –completo: espacio y puesto– este también entra. Lo sorprendente para mi mamá y viejo recuerdo para mí es que logra cerrar la puerta con un “dale, dale”. Medio cuerpo adentro, medio cuerpo afuera.

Durante los cuatro años en que era una universitaria de lunes a sábado. Y casi cinco contando los meses que demoré en preparar mi bachillerato y licenciatura. Usé el transporte público chiclayano. El 98% de mis días fui a la universidad en taxi o en carro particular y el 98% de estos mismos días regresé en combi. Entre 15 a 20 minutos de recorrido. Todos los días. Además de las veces que por hacer algún trabajo grupal tuve que usarlas. Y siempre la combi se llenó de pasajeros, siempre presentes los tardones o impacientes que preferían ir agachados de pie que esperar alguna otra con asiento libre. Siempre los malabares del cobrados por entrar y poder cerrar la puerta. Siempre las combis locas que se alucinaban montaña peruana (no rusa). Siempre los choferes vivos que por cortar camino cambiaban de ruta. Siempre discusiones con estos últimos por pasarse de vivos (y porque con cambiar la ruta modificaban mi paradero). Siempre las combis discotequeras con luces de neón y toneras canciones a todo volumen. Siempre las presencias extrañas, de la competencia universitaria más próxima, al frente o al lado de ti. Siempre los regateos de pasaje por solo algunas cuadras de transporte.

Los cuerpos parados impiden que pueda ver el recorrido a mi derecha que es por donde debo bajar y hacia donde me dirijo. Mi papá fue claro “baja en el grifo de la derecha, antes de que el carro doble a la izquierda”. ¡Pero cómo chingueros podré ver el grifo si está Limón, Betty la enfermera y Darkito tapándome! Y no solo tapan las vistas de la derecha sino también las de adelante. Limón me salva, anuncia que baja en el cruce. Por una rendija entre sus cuerpos veo que el grifo de referencia está en ese mismo próximo cruce. El cobrador, desde afuera, recordemos que mitad de su cuerpo sale por la ventana, dice otra famosa frase “pasajes a la mano”. Mi inocente mami pretende que saque mis monedas del bolsillo, ni le respondo. El calor, los olores –nada agradables–, la cantidad de gente en esa cajita de fósforos y el tener que entrar a un lugar igual de hacinado empieza a producirme neuralgia. Ella insiste “Jiji, paga el pasaje” no pensé que en esas condiciones quisiera ser tan exacta ante alguna petición. “¿Cómo le voy a pagar si ni siquiera lo puedo ver?” las risas de los pasajeros que me oyen se extienden. Por mí se extiende la cólera. ‘Nunca más en combi, nunca más en combi’ pienso una y otra vez.

Y lo peor no acabó, llegamos al Mercado Central de Piura luego de un aglomerado viaje en combi, lo cual siempre será un agravante.

Triciclos con zapatos. Un vaso de chicha. Un buen reloj. Camisas, chucherías. De todo en las calles. Y en montón. Persignan la primera venta. Las calles están repletas. Impulsa el triciclo ambulante. Llamado Perú ♪

Pero esa será otra historia. Por el momento… ‘Nunca más en combi, nunca más en combi’ pienso una y otra y otra y otra vez.



Referencias:
♪ Mojarras – Triciclo Perú
* Dícese de la persona que no tiene suficiente dinero en el bolsillo o en la cuenta de ahorros por lo que tendrá que escatimar en gastos.