lunes, setiembre 20, 2010

Mi Mercado ¿Modelo?



Tenía que ser un hombre…

Tú eres mi mamita rica y apretadita. Mamita, mamita, rica y apretadita. ♪

Lleno de mamitas ricas y apretaditas
Lleno de ambulantes y hombres que deambulan
Lleno de papitos ricos y apretaditos
Lleno de cocineras populares y no tan populares
Lleno de niños que merecen algo mejor que cargar paquetes ajenos
Lleno de bebés en coches o arropados debajo de los esmaltes
La madre, la tía, la hija, la madrina y hasta la nieta
Camotes por acá, zapatos por allá
Pescados por allá, juguetes por acá
Bazar, telas, abarrotes, comida fresca y recién hecha
De todo, para usted piuranito* bonito


Así lucía el Mercado Modelo cuando fue inaugurado en 1957. Lugares para estacionarse, entradas amplias y veredas anchas para la descarga de mercadería y el tránsito de usuarios. (Imagen: Archivo fotográfico Udep/El Tiempo)



No es un mercado de pulgas. Es el mercado principal de Piura, la capital de la región del mismo nombre (algo así como Tallahassee es para Florida). La que no es una ciudad pobre. Es una con dinero. Con prósperos empresarios y disque preocupados politiqueros. Pero sí es una pobre ciudad. Olvidada en el tiempo, en su desorden y mediocridad. No es un mercado de frontera o de caserío. Es el Mercado Modelo de Piura, que no es modelo de buena organización ni mucho menos de un mercado soñado. No es ningún modelo de mercado digno de copiar. Pero sí es el mercado que refleja el modelo de ciudadano promedio (así les duela): desordenado, sucio, irrespetuoso, desorganizado, atolondrado. Si ayer me quejaba de su símil chiclayano*hoy prometo no volver a quejarme de ninguno –nadie, nada- nunca más. Y, amando mis contradicciones, prometo nunca más decir que prometo decir nunca más. ¿Capici?

Llegar es tan fácil, todos quienes vivimos aquí sabemos cómo hacerlo: taxis, mototaxis, colectivos, combis, camiones, peatones y hasta yo, la más despistada de las nuevas inquilinas de esta ciudad del eterno sol. Pero no todos conocen sus desordenados pasadizos, ni su aparente organización en sectores alfabéticamente incorrectos, ni la correcta ubicación de la tienda de telas, ni mucho menos la más cercana salida de emergencia, si es que la hay.

Si llegar es fácil, perderse lo es aún más. Si pretendes orientarte gracias a las tiendas que vas viendo, cometes un grave error. Al doblar a la derecha verás un par de tiendas de zapatos, dos de cosméticos y tres de botones. Al doblar a la izquierda verás tres ferreterías, dos locales de útiles escolares, dos más de zapatos y uno al estilo veterinaria. Al frente dos de zapatos, tres cosméticos y uno de telas… y así seguirás encontrando nuevos puntos de “referencia” en un completo desorden. Mezclados están los camotes con los zapatos. El pescado con los juguetes. La comida con la música… y la lista continúa.

Y en ese caos estaba yo, damisela en apuros en busca de su delineador retráctil color negro marca Avon (págame el cherry, Avon). Y no es que yo disfrute visitando este laberinto comercial. No. Yo compro delineadores de dos en dos –si es posible– en la pequeña y surtida tienda de mi casero♀ en pleno centro de la ciudad. Pero no, a este respetable cooperador de la belleza femenina se le ocurrió devolver el local central y mudarse a su otrora sucursal (la del mercado) mientras termina de construir su “nuevo e innovador local” según palabras suyas de él. “¿Un spa?” le pregunto yo. “Ya verá, ya verá” me responde él.

Y, como decía, ahí estaba yo, absorbida por ese desorden descomunal, esa gente apurada dispuesta a atropellarte con sus cajas, esas vendedoras antipáticas intentando jalarte hacia su puesto tras un común y enervante “¿Qué buscas, casera?”, “Pasa casera, ¿qué buscas?”, “Algún modelito, ¿qué buscas?”. Y aquí un paréntesis: Si alguien alguna vez busca algo PREGUNTARÁ, señoritas. Se acercará a ustedes y les dirá lo que busca. Y qué ganas de pegarles tendrán cuando ustedes respondan “Ah no, no tenemos”. Y quien no se acerque a ustedes así le pregunten a gritos es porque no busca, es porque sabe a dónde ir para encontrarlo, es porque deambula por ese pasillo, es porque busca a su mamá, es porque no sabe lo que busca y solo mira, o quizá sea porque no habla español.

Y ahí estaba yo, haciendo oídos sordos a estas agobiantes señoritas, esquivando golpes, pisotones, malos olores, y siguiendo a mi experimentada madre en busca de mi delineador retráctil negro (entérate que si no lo pido a catálogo es porque me llegará dos semanas después). Y gracias a ella llegamos sanas y salvas, comprando más de la cuenta. Claro, una vez allí ves la crema X, el esmalte Y, el labial Z y no puedes resistir la tentación de decir “me lo llevo todo”. Das la vuelta en tu mismo eje y ves en una pantalla el último estreno cinematográfico hollywoodense, clarito, clarito, a cuatro nuevos soles$ y te lo llevas. Das otra media vuelta y ves el esmalte blanco a la francesa que tantas veces quisiste pedirlo a catálogo y también te lo llevas. Das la vuelta hacia el otro lado y ves el otro esmalte color borgoña con el que sueñan las uñas de tus pies y, diciendo que será lo último, también lo llevas. Y te das cuenta que, si sigues girando, terminarás llevándote más de lo que puedes gastar en trivialidades por un mes. Y ya contenta con mis nuevas adquisiciones me dirigí a la salida, la cual no hubiera podido encontrar por mí misma si no hubiera visto la luz del potente sol al final del camino. Pensando en los nuevos colores de esmalte que mis uñas necesitan (porque tienen vida, ya lo dije, ellas anhelan ser bañadas por el grosella, el uva, el marrón, el cobre, el dorado, a la francesa, a la inglesa, a la italiana, a lo disneyland… ellas sueñan estar largas también pero that’s my fault) y calculando mentalmente cuánto dinero necesitaré en mi próxima excursión al mercado para comprármelos todos de una buena vez, iba yo.

Y lo vi venir, era un tipo de aspecto huraño, con barba de tres días y una cara tan tosca como los zapatos a lo militar que llevaba. Caminaba tan rápido, esquivando a viandantes como si él fuera un toro y todos los demás rojos peones. Mirada al frente, con cara de pocos amigos o de no tener ni uno. A un metro de ser yo el próximo peón al que esquive me aseguré de inclinarme lejos de su futuro roce tanto como me fuera posible. Retiré mi pie izquierdo hasta juntarlo a su hermano derecho, mi brazo copió el movimiento presto a devolverle el empujón en caso él lo haga primero.

O no calculó bien, o su técnica de esquivar a personas más bajas no resultó conmigo, o qué sé yo. Lo que sé es que lo vi todo. En cámara lenta mi mirada bajó hasta mis pies en el preciso momento en que Hulk (ya le puse apodo, así soy caray) pasaba como un bólido (boludo, también) llevándose con su zapatón a lo militar mi pequeño y frágil dedo meñique del pie izquierdo. Lo separó de sus hermanitos, lo arrastró hacia atrás tan rápido que al verlo rojo y sentirlo latiendo y caliente no me atreví ni a gritar. O quizá tan solo mis cuerdas vocales se congelaron, de haber respondido a mi silencioso llamado hubiera gritado una serie de improperios a ese bruto Pithecanthropus erectus, hubiera gritado tanto que las almas allí presentes habrían encabezado mi justicia popular. Me congelé, pujé de dolor, apenas me quejé, lloré. Por un segundo no sentí ni mi pie y al siguiente sentí cada desgarro carcomiendo mi pobre dedo.

Y tenía que ser un hombre.

No me lo rompió, pero sí me dio un tremendo golpe que hasta seis días después sigue hinchado, del tamaño de dos como él, y tan morado-verde-negro como cualquier tremenda equimosis. Duele, claro que duele. ¡Duele ir al mercado modelo!



Triciclos con zapatos. Un vaso de chicha. Un buen reloj. Camisas, chucherías. De todo en las calles. Y en montón. Persignan la primera venta. Las calles están repletas. Impulsa el triciclo ambulante. Llamado Perú ♫











Referencias:
♪ El General – Rica y Apretadita
♫ Los Mojarras – Triciclo Perú
*Gentilicios de ciudades como Piura o Chiclayo, respectivamente.
♀ Dícese de un vendedor al que le agarras camote, en castellano: al que siempre acudes (y acudirás) para comprar todo eso que él vende y tú necesitas. Y también de la compradora que acude más de una vez al mismo punto de ventas y ahí se siente como en casa.
$ 4 soles = 1.43 dólares