lunes, octubre 04, 2010

ODISEA en Piura

Votar es obligatorio. Es obligatorio porque si fuera voluntario solo el 40% de la población en edad electoral acudiría a las urnas. Lo que no significaría el sentir popular de toda la población. Y no acudirían todos porque salir de tu casa, con cientos de miles de personas transportándose a los colegios asignados para sufragar, es un caos. Un caos lleno de tierra, sol, calor, bochorno, cansancio, colas, tarifas altas, policías renegones, y personal asignado por el Jurado Nacional de Elecciones (JNE) aún más renegones.

Siendo obligatorio el voto, yo tengo que ir a votar me guste o no me guste, pueda o no pueda, quiera o no quiera. Pero si el voto fuera voluntario yo iría a votar solo si alguno de los candidatos me llamaría poderosamente la atención. Solo si alguno de los candidatos fuera digno de mi fe, de mi apoyo a través de un voto de confianza. Lo que significa que, si retrocedemos el tiempo, no hubiera votado en las elecciones presidenciales del 2006, y mucho menos en la segunda vuelta. Perdón Alan García pero, a pesar de elegir tu estrella frente a la olla en aquella segunda vuelta, nunca hubiera querido verme obligada a elegir por dos opciones que NO ME AGRADABAN. Me vi en la misma situación de mal habida presión como cuando mi mamá me obligaba a elegir entre el iro de zapallo y la coliflor en salsa blanca. ¡Ninguno me gusta, pues!

En el mismo supuesto de que el voto voluntario fuese legal, este último 3 de octubre sí hubiera acudido gustosa a las urnas en estas elecciones regionales y municipales a votar por mi favorito: ese Javier con cara de buena gente, trato humilde, y fe en lo que cree. Hubiera acudido voluntariamente a pesar de todo lo que significó votar por primera vez en Piura, una ciudad donde soy forastera y en la que físicamente apenas conozco sus calles principales, su plaza de armas, su mini centro comercial, y su mercado (oh sí, su horrible mercado). Aunque de idiosincrasias tengo suficiente.

Los cinco electores de mi familia, cuatro sin contar a mi papá que andaba de corresponsal de playa en playa (qué rica y ocupada su rutina), sabíamos en qué colegios votar, en qué número de mesa, por quién votar, cómo marcar, cómo ensuciarnos el dedo medio de la mano derecha (ese que los gringos usan como insulto) en una tinta que aún no sé para qué diantres sirve, y cómo limpiarnos luego ese violeta “manchatodo”. Lo que no sabíamos era cómo rayos llegar a esos centros educativos que sumisamente fungen de centro de votaciones. Esperamos hasta las 14:30 de la tarde a un chofer que nunca llegaría a recogernos. Una espera inútil, confiando y repitiendo el “ya llegará, diez minutos más” pasó el tiempo y avanzaba el hambre (por nuestras panzas sin almuerzo). Pasadas las dos, solo la temida multa por no votar multiplicada por nosotros cuatro nos obligó a salir de casa. Esperamos a que pasara un taxi, moto, mototaxi, vecino en carro dispuesto a llevarnos amablemente o alguna ayuda divina por el estilo.

Y claro que el Divino nos ayudó, llegaron dos mototaxis al mismo tiempo. Mis dos hermanos primerizos en estos menesteres, a quienes les tocó votar en el mismo lugar, subieron presurosos a la primera con rumbo a un colegio que solo conocían por el nombre y una referencia de cómo llegar. Mi mami y la que aquí se queja nos apretujamos en la otra “motito” rumbo al colegio más alejado (el de mi progenitora), el que según las referencias se encontraba detrás de una iglesia, la que encontramos casi fácilmente pero que no tenía ningún “Lucía Echeandía” por ningún lado. Gracias a las referencias de dos amables policías (me retracto, los policías no estaban tan renegones como la gente del JNE) encontramos al Lucía, pero eso después de ¡25 minutos de vuelta y vuelta buscándolo! Adentro no había mucha gente, ni mucho caos, ni mucho menos cola alguna. La angustia para ambas era otra. Sabíamos que en otro lado de la ciudad, los dos primerizos hermanos míos aún no hallaban su famoso “Ann Goulden”, colegio que nadie conocía para colmo de su mala suerte.

El Nuestra Señora de Fátima fue asignado para que esta inconforme periodista sufrague. Ese es bien conocido por todo piurano, el amable mototaxista no encontró ningún problema en ubicarlo. Busqué mi mesa de sufragio en un plano que me mareó con tanto numerote, línea y numerito. Hice mi fila acompañada de mi mamá, esa fiel amiga que siempre va conmigo a los lugares menos deseados. Mientras esperábamos que mis desgraciados (porque es una desgracia serlo) miembros de mesa terminen de almorzar, y aquí me pregunto: si son casi las cuatro de la tarde, hora en que se cierran los recintos y casi al mismo tiempo la mesa de sufragio, ¿para qué rayos hacen esperar a la gente acelerada y ocupada como yo?, En fin… decía que, mientras ellos terminaban presurosos su arroz con pato y mientras mi estómago rugía de hambre, los votantes esperábamos pacientemente (porque no queda de otra) conversando unos con otros. Y ahí apareció la renegona, una de las muchas supervisoras del JNE enchalecada de rojo y redondita como una fresita, a, según ella, fomentar el orden. Pero yo no veía desorden alguno. Mi educada madre solo escuchó su acelerada y melodramática queja sobre que ninguna persona que no vote en aquel colegio debería, ni siquiera, de entrar. Todo esto dirigido, por supuesto, a mi mamá. “Pero bueno, señora fresa -le dije- mi mamá puede y TIENE que quedarse a mi lado porque yo soy medio agorafóbica, no puedo quedarme tranquila rodeada (y rozada) de tanta gente, de tantas caras desconocidas, de tanto olor nauseabundo. No disfruto de conciertos, de mítines, de kermeses, de nada que signifique gente amontonada, empujándome, mirándome, quitándome el aire. Así que ella se QUEDA porque si no… si no… ¡porque si no LLORO!”

Al final me salí con la mía porque mi mamá se quedó conmigo, dando vueltas mientras yo esperaba a que sea mi turno, estaba a tres de llegar pero demoraba como si fueran treinta. Llegado mi turno no pude leer toda la plantilla como quise hacerlo, pero me di mi tiempo para doblar y sellar cada uno de esos tres poderosos papelitos, me di mi tiempo para firmar como corresponde, para poner (yo solita) mi huella dactilar, y para sumergir, hasta donde me dé la gana, mi regordete dedo medio. Tanto se invierte, espera, se pelea, se trabaja. Tanto dinero y tanta campaña limpia, sucia y de desagüe. Tantos dimes y diretes para que todo acabe tan rápido.

Y porque mi madrecita no está en paz si no sabe dónde, cómo o con quién están sus hijos y porque estos, mientras yo esperaba mi turno para votar, le dijeron a mi mamá que estaban haciendo una cola de tres cuadras fuera de su colegio mientras el reloj marcaba las 15:40 horas (a quince minutos de todo acabar) es que salimos casi corriendo a socorrer a sus ‘pichonos’. También nos perdimos buscando el no tan famoso Ann Goulden (tarde nos enteramos que es más conocido como El Complejo) y a estas alturas, luego de tantas vueltas como trompo y más perdidas que cuy en tómbola, mi mal genio empezaba a aflorar por cada poro de mi lozana piel. Pero lo encontramos, yo con muchas ganas de mandar a la Muy lejos a la gente, con ganas de golpear a una vieja chinchosa que me mandó a hacer cola cuando yo preguntaba al policía de la puerta en dónde estaba la salida, con mucha tierra entre los dedos (solo a mí se me ocurre ir con sandalias sabiendo que todo Piura es una gran ciudad desierto en construcción) y con muchas más ganas de mudarme a una potencia (semi potencia también puede ser) mundial. Pero también salí, he de admitir, con mucha satisfacción de haberle dado un voto más a varios cuadraditos que marqué con meticulosidad.

Marchamos de regreso a casa, los cuatro cansados y mareados votantes, a esperar dos cosas: 1. Que papá se reporte sano y salvo mientras cumple con su deber de hombre responsable, y 2. Por los primeros resultados: boca de urna, conteo rápido, me vale el que sea, pero que toditos, por favor, me alegren el día. Porque si no… si no…
¡porque si no lloro!