6. AVENTURERA FANTÁSTICA. La vida de Gladys Aylward (1902 – 1970)
–Janet &Geoff Benge
Por
improbable que pareciera, Gladys Aylward estaba segura de que Dios la había
llamado para ser misionera en la China. Pero, a los veintisiete años de edad,
fue expulsada de una escuela de preparatoria de misioneros por haber reprobado
la asignatura de Sagradas Escrituras. Sin recibir estudios formales y sin
contar con el apoyo de una organización misionera, Gladys ahorró con esfuerzo
para costearse el viaje por tierra que la llevaría al país y al pueblo que Dios
había grabado en lo más hondo de su corazón... ¡China!
Este
relato es una aventura increíble de fe y determinación. Gladys Aylward, una
criada inglesa, se atrevió a confiar en Dios en medio de situaciones extremas
y, aparentemente, imposibles. Su vida ha pasado a engrosar la lista de las
grandes biografías misioneras de nuestro tiempo.
A los veintisiete años, Gladys Aylward, la que trabajó
como criada desde los catorce años, reprobó el curso de Sagradas Escrituras en
la academia de la Sociedad Misionera al Interior de la China. El director la
recomendó como sirvienta a los ancianos misioneros Fisher, los que vivían en
Inglaterra. Estos, al ver su empeño y jovialidad, le recomiendan servir como
“hermana de rescate” en un misión que se encargaba de rescatar jovencitas de
las calles. Pasó un tiempo como rescatadora, pero ella tenía en su corazón a
China. Decide trabajar como criada para ahorrar dinero para su pasaje, de este
modo llega donde Sir Francis Younghusband en donde empieza a ahorrar, abre una
cuenta en la agencia de viajes para su boleto, y ensaya lo que es predicar en
el Hyde Park Corner (Londres). Una tarde, una señora de la iglesia le cuenta
sobre una misionera viuda (la Sra. Lawson) que regresaría a China y deseaba
alguien que la ayude allá, a quien también pueda enseñar sobre el trabajo
misionero. Gladys le pidió su dirección y le escribió ofreciéndose como
voluntaria. Esta le responde que sí puede unirse a ella y que la esperaría en
Tien-tsin. El 15 de octubre de 1930, Gladys sale en tren rumbo a China puesto
que haría la mayoría del recorrido por tierra. En el barco rumbo a Holanda
conoció a una pareja de cristianos, los que le regalaron un billete de una
libra.
El viaje continuó por tierra sin contratiempos pero con
temperaturas frías. Una noche, el tren se detuvo en medio de la nada y no
seguiría hasta Chita donde ella tendría que tomar otro tren hacia Tien-tsin. Al
bajar para averiguar qué pasaba, se encontró en una estación improvisada en
donde el maquinista, el revisor, y el fogonero tomaban café, por medio de
gestos y señales (no hablaban inglés) le dijeron que el tren no seguiría porque
tendrían que llenarlo con soldados heridos antes de partir hacia Chita, lo que
demoraría una semana o un mes. Gladys no contaba con provisiones para tantos
días, decide hacer el trayecto a pie. A medida que avanzaba, cargando sus dos
maletas (una con ropa y otra con provisiones), el frío, el hambre y el
cansancio la obligan a prepararse un café y dormir un poco en medio de la nada.
Al llegar a la estación de Chita, se tumbó encima de su equipaje muerte de
hambre y de sueño. Había empleado treinta horas para llegar hasta ahí, sin
fuerzas y con mucha hambre nadie la ayudaba ni le ofrecía ayuda. Pensando qué
hacer, vio a un oficial de aspecto importante y pensó que si le hacia una
zancadilla, al pasar este por su lado, la encarcelaría y así, al menos, tendría
un lugar caliente donde dormir.
No necesitó hacer nada, al principio los soldados le
hablaban en otro idioma, al parecer indicándole que deje la vía libre. Ella no
les hizo caso y ambos soldados la llevaron a un pequeño calabozo, al que le
faltaba un pedazo de ventana y que estaba igual de frío que el andén. Algunas
horas después, la llevaron a una habitación donde le dieron un té caliente y le
revisaron el corpiño (en donde llevaba escondido algún dinero, su pasaporte, y
su Biblia). Ella les enseñó su pasaporte diciéndoles que era británica. Uno de
ellos que hablaba un poco de inglés, con un acento ruso, confundió su profesión
con la de maquinista, a pesar de los esfuerzos de ella por explicarle que era
misionera este no entendía. La dejaron dormir en esa misma silla y a la mañana
siguiente le devolvieron sus maletas y su pasaporte junto a dos boletos de
tren, uno hacia Nikol’sk-Ussuriyskiy y el otro hacia Pogranichnaya. Cuando
llegó a la primera estación un oficial examinó su pasaporte y la llevó hacia
otro tren, ella imaginaba que una vez en Pogranichnaya haría un transbordo para
Harbin, China. Pero luego se enteró que aquel segundo tren se dirigía hacia
Vladivostok.
Nuevamente se hallaba sola en un lugar donde no sabía a
dónde ir o qué hacer. Al ver un cartel en inglés del hotel Intourist preguntó
en la calle cómo llegar, luego de varios intentos un hombre le indicó el
camino, una vez en el hotel el recepcionista examinó su pasaporte y le dio una
habitación. Le señaló a un segundo hombre el que volvió a mirar su pasaporte y
lo guardó en su camisa. Al llegar a la habitación, Gladys se quedó dormida en
la mugrienta cama y a la mañana siguiente este hombre le ofreció mostrarle la
ciudad; al segundo día, tras repetir el tour por la ciudad seguida de su
“intérprete”, Gladys intuyó que algo iba mal. Cuando regresaba a su habitación
una joven le susurró que la siguiera, una vez escondidas en una habitación esta
le dijo que tenía que recuperar su pasaporte y escapar porque muchos
extranjeros habían sido secuestrados y llevados a la fuerza al interior para
trabajar a favor de la guerra. Le dijo también que a la medianoche alguien la
iría a buscar para ayudarla a escapar. Gladys le pidió su pasaporte al extraño
hombre “intérprete”, este le dijo que estaba siendo examinado y que se lo
llevaría por la noche. Cuando llegó la hora, el hombre le llevó su pasaporte el
que había sido modificado, ya no aparecía como misionera sino como maquinista.
Pasadas las horas, llegó el hombre que había ofrecido la muchacha, Gladys lo
siguió hasta el puerto; allí se encontró con la joven la que le señaló un barco
japonés, que iría hacia Tsuruga, Japón, y en donde debía embarcarse sí o sí.
Gladys le suplicó al capitán del barco que la llevara con ellos, este aceptó
llevarla como su prisionera. Cuando estaba por subir al barco, llegaron los
soldados rusos a rodearla; Gladys lanzó sus maletas al barco y tiró el billete
de una libra que había guardado en el bolsillo de su abrigo lo que distrajo a
los soldados y así pudo saltar al barco antes de ser atrapada.
Una vez en Japón, el capitán del barco le entregó a su
“prisionera” a un funcionario británico; esa noche Gladys comió como nunca y
recibió como obsequio un pasaje hacia Kobe. Una vez allí, encontró la sede de
una misión donde comió, se bañó, y durmió en una cama agradable. Uno de los
misioneros canjeó la parte del pasaje que no había usado desde Chita a Harbin
por un viaje en barco hacia Tien-tsin. Una vez allí, Gladys se enteró, gracias
al director del colegio anglo-chino, que la señora Lawson no había ido a
recibirla y que, por el contrario, ella estaba en Cheng chou, muy lejos. Tres
días después, Gladys se enrumbó hacia Cheng chou en compañía del señor Lu, un
cristiano de negocios que viajaba en la misma dirección. Por las noches se
alojaban en k’angs (posadas de una
cama común para todos los viajeros), dos días antes de llegar a Cheng chou el
señor Lu se despidió de Gladys y siguió hacia su destino por otro camino;
Gladys llegó a Cheng chou veinticinco días después de dejar Tien-tsin, allí
encontró en la casa de la misión a la señora Smith la que le dijo que la señora
Lawson se encontraba en otra ciudad llamada Yangcheng a un día de distancia.
Gladys viajó hacia allá en una litera de
mula (una canasta en la parte trasera de la mula). Al llegar a Yangcheng
encontró a la señora Lawson en una casa de aspecto austero, según esta le contó
se trataba de una casa que creían encantada y la alquilaban a menos precio. La
señora Lawson no era tan amable y cariñosa como la señora Smith, pero le indicó
a Gladys que se instale en la habitación que mejor le parezca y le dio una
camisa y unos pantalones para que vaya más acorde con la cultura china. A la
mañana siguiente, cuando Gladys salió a dar un paseo por la ciudad fue atacada
por un grupo de mujeres que le arrojaron terrones de barro; Gladys regresó
llorando a la casa, la señora Lawson le dijo que llorar no servía de nada
porque todos los llamaban lao-yang-kwei,
diablos extranjeros, y debían acostumbrarse.
Pasó las semanas dando paseos por el vecindario y
aprendiendo el dialecto con Yang, el cocinero de la casa. Un día se le ocurrió
a la señora Lawson, gracias a un pensamiento en voz alta de Gladys, convertir
la casa en una posada y así aprovechar en evangelizar a todos los muleros que
pasaran por allí. Al cabo de unas semanas La Posada de las Ocho Felicidades,
como la llamaron, estaba lista para recibir a sus primeros huéspedes. Pero
nadie quería ir a una posada regentada por dos extranjeras, por lo que la
señora Lawson le dijo que debía agarrar a las mulas del correaje y jalarlas
hasta la posada, una vez allí nada las movería. Así lo hizo Gladys al día
siguiente, el mulero no se dio cuenta a dónde se dirigían las mulas hasta que
estuvieron dentro de la posada, al ver el pelo blanco de la señora Lawson soltó
las riendas y salió corriendo, pero al poco rato regresó traído, y
tranquilizado, por Yang, y por cuidar su carga. Cinco meses después, ya tenían
muchos amigos entre los muleros y a la posada le iba muy bien. Pero una tarde,
Gladys estaba dedicada en su estudio del idioma cuando la señora Lawson le
avisó que era hora del paseo habitual, Gladys se negó lo que irritó a la
anciana que la echó de la posada; con la ayuda de Yang, Gladys puedo unirse a
una caravana de mulas con destino a Cheng chou, donde la señora Smith.
Seis días después, llegó un mensajero para decirles que
la señora Lawson había tenido un accidente pero que no sabían
dónde estaba. Gladys emprendió el viaje en su búsqueda, cuatro días después la
encontró en la aldea de Chin Shui, herida y tumbada en el suelo de un patio
sobre una ruma de carbón, Gladys curó sus heridas. Se dio cuenta que la anciana
había estado en la intemperie y a la vista de todos por más de una semana sin
recibir ayuda. Gladys la trasladó a un cuarto privado en la posada y se quedó
con ella durante seis días, la señora Lawson
se había repuesto en parte pero Gladys decidió llevarla al médico europeo más
cercano, en Luan a seis días de camino en mula. El médico les dijo que nada
podía hacer por lo que Gladys la llevó de regreso a Yangcheng en donde Yang y
ella la cuidarían durante sus últimos días, dos semanas después la señora
Lawson murió. Gladys se quedó sola, sin dinero, sin amigos, y sin una
organización misionera que la apoyara, pero decidió continuar con su propósito
de evangelización.
Gladys descubrió lo que costaba mantener la posada; los
gastos de esta misma, como la renta, el carbón para el k’ang, y el alimento se cubrían con el mismo dinero que la posada
ganaba, pero cada año se debía pagar un alto tributo al mandarín, dinero que la
señora Lawson cubría con sus ingresos mensuales pero que ahora no había de
dónde sacar. Yang le dijo que lo único que podían hacer es presentarse en el yamen (palacio) delante del mandarín y
pedir su favor. Pero Gladys no contaba con la vestimenta apropiada para
presentarse delante de tal importante funcionario, y tampoco sabían qué clase
de protocolo debería seguir siendo ella extranjera. Pero les convino esperar,
porque una semana después llegó a la posada el mismo mandarín en persona para
pedirle su ayuda. Quería contratarla para que sea su inspectora de pies, el
nuevo gobierno había prohibido la práctica de ligadura de pies a las niñas de
hasta los diez años (ligarles los pies a las niñas hasta esa edad no permitía
que el pie crezca y así conserve su “belleza”, según sus creencias), además, le
pagaría por sus servicios. Gladys aceptó porque así podría hablar de Dios a
toda aldea a donde tuviera que ir como inspectora. Así es como fue de aldea en
aldea haciendo cumplir la nueva ley y contando historias bíblicas, al terminar
su recorrido, se lo hizo saber al mandarín y este la envió a que haga un
segundo viaje para confirmar que la ley se estaba cumpliendo. De esta manera,
Gladys se ganó el favor del mandarín el que mandaba a buscarla cada vez que
requería un consejo o la ayuda de la valiente mujer.
Los continuos viajes la obligaban a delegar a Yang el
cuidado de la posada, la señora Smith envió a Lu Yung-cheng, un nuevo converso,
para ayudarla. Una noche, llegó a la posada un soldado con una orden del
mandarín que requería su presencia en la cárcel en donde los presos se estaban
matando unos a otros en medio de un motín. Gladys no quería obedecer la orden
pues no veía cómo ella podía cooperar en ese problema, el soldado le dijo que
si no iba terminaría presa por desobedecer un llamamiento oficial. Una vez
allí, el director de la prisión le pidió que entre y detenga la pelea, le dijo
que nadie la lastimaría si era verdad que llevaba dentro de ella al Dios
viviente. Gladys sentía temor de hacerlo, si rechazaba el pedido se extendería
el rumor de que no tenía a Dios, y si entraba quién sabe lo que le podrían
hacer. Tras unos segundos para meditarlo, decidió que entraría. Una vez
adentro, una escena sangrienta la esperaba, vio varios cadáveres dispersos en
el patio, charcos de sangre y a varios hombres luchando con machetes y
cuchillos. Gladys se armó de valor y les ordenó que dejen sus armas y formen
una fila delante de ella. Observó que estaban desnutridos, vestidos con
harapos, con llagas en el cuerpo, y piojos en la cabeza, les dijo que había
sido enviada para averiguar en qué consistía el problema y para ayudar a
resolverlo, les mandó a limpiar el patio si es que querían que ella hable con
el director para ayudarlos. Uno de los presos se le acercó para pedirle perdón,
se llamaba Feng había sido acusado de robo cuando era sacerdote budista, le
dijo que todo había empezado con una pelea de dos, Gladys se enteró que no
hacían nada durante el día; cuando el director entró y le agradeció por su
conciliación, ella le sugirió que los presos debían tejer su propia ropa y
cosechar verduras para preparar su propia comida. Le prometió a Feng que
volvería para ver en qué podía ayudar, este le agradeció diciéndole “Ai-weh-deh”, días después se enteró que
esto significaba: virtuosa.
Cumpliendo su palabra, Gladys empezó a visitar a los
presos, les leía historias de la Biblia y les enseñaba higiene, además,
visitaba al director hasta que este acepto hacer algunos cambios; unos amigos
de este donaron dos telares, los comerciantes donaron hilo, un molinero donó
una rueda, y les enseñó a los presos a criar conejos para la venta. De esta
manera, Gladys había cumplido su compromiso: los presos comían bien y no
pasaban frío. Gladys, tres años después de su llegada, ya no era considerada un
diablo extranjero.
Un día, Gladys iba hacia el yamen del mandarín para darle un nuevo informe: ya no había niñas
con pies atados en todo el distrito, la costumbre había sido extinguida, cuando
vio a una anciana con una pequeña de cuatro o cinco años la que ofreció a
Gladys por dos dólares. Gladys se negó a comprar a la niña y cuando estaba
reunida con el mandarín le contó lo que había visto, este, por más que estaba
en contra de los vendedores de niños, no podía hacer nada pues estos
pertenecían a poderosos grupos de delincuentes. Al salir del yamen, Gladys vio a la vendedora en el
mismo lugar, esta le ofreció la niña por menos precio, al principio Gladys se
negó, pero al ver a la inocente criatura le ofreció a la anciana lo que tenía
en el bolsillo: nueve peniques. Así empezaron a llamar a la niña
(Nuevepeniques), la que a las pocas semanas se convirtió en una niña sana y feliz.
A los seis meses, Nuevepeniques encontró a un niño sin hogar, se acercó a
Gladys y le preguntó si ella podía comer menos. Nuevepeniques le dijo que si
ella comía un poco menos y Gladys un poco menos podían juntar esos dos menos y
alimentar al niño. Gladys la mandó a traerlo para que coma con ellas. De esa
forma ese niño de ocho años pasó a ser parte de la familia, lo llamaron Less
(que en inglés significa menos).
Gladys sintió que debía nacionalizarse china para poder
adoptar a los pequeños legalmente, el mandarín la ayudó (pese a que ella le
desobedeció al adoptar a Nuevepeniques) y en 1936 Gladys fue la primera
extranjera que adquirió la nacionalidad china. Por ese mismo tiempo, la señora
Smith falleció llegando a sustituirla Jean y David Davies, además, una viuda
convertida se instaló con Gladys en la posada para cuidar de los niños cuando
ella viaje como inspectora. Cuando caminaba por los campos oía a los nativos
cantar himnos cristianos, les encantaba. La familia, inesperada, de Gladys iba
creciendo: Nuevepeniques encontró a un niño vagando por las afueras de la
muralla, Gladys encargó al pregonero que anunciara su hallazgo pero nadie lo
reclamó, Boa-Boa pasó a ser el tercer hijo de Gladys. El cuarto niño, Francis,
llegó cuando el río se desbordó y muchos damnificados quedaron sin hogar o
huérfanos. El mandarín, que ya era amigo de Gladys, le confió el cuidado de una
niña huérfana llamada Lan Hsiang.
A medida que pasaban los años, los pobladores de
Yangcheng confiaban más en Gladys, el mandarín pedía su consejo para cada
decisión importante, y el director de la prisión le pidió que organizara una
escuela para enviar a sus hijos. Pero la sombra de la guerra azotaría China,
los japoneses empezaron a invadir poblados chinos y ampliando su conquista poco
a poco. Una mañana de 1938, los aviones japoneses sobrevolaron Yangcheng, la
gente salía de sus casas para ver los “vehículos que volaban como insectos”
pero de pronto empezaron a caer bombas. Gladys estaba en el segundo piso de la
posada que se vino abajo, resultó con heridas y hematomas pero ningún hueso
roto. Pronto las bombas se multiplicaron, Gladys salió a socorrer a la gente
que vagaba por la calle aturdida, las reunió rápidamente y ordenó que se
llevara a los heridos al yamen, que
se pusieran a los muertos en una fosa en el cementerio, y que se limpiara la
calle principal. Toda la tarde y noche Gladys socorrió heridos, un mensajero
del mandarín de Luan les llevó la noticia que esa ciudad había sido tomada por
los japoneses que ahora se dirigían hacia Cheng chou, y, dentro de pocos días,
llegarían a Yangcheng. Gladys comprendió su estrategia, bombardeaban las
ciudades para poco después, cuando las invadieran, encontrarlas débiles y de
fácil sometimiento.
El mandarín, Gladys, el director de la prisión y un
importante comerciante formaron un comité de emergencia que tomaría las
siguientes decisiones. Decidieron que luego de enterrar a sus muertos tendrían
que abandonar la ciudad. Gladys, que ya era responsable de unas cuarenta
personas, incluidos sus hijos, los huérfanos del ataque de Yangcheng, y los
nuevos conversos, se dirigieron a Bei Chai Chuang, ella sabía que este era un
lugar perfecto para refugiarse pues no aparecía en ningún mapa ni llegaba
ninguna carretera, además, en las colinas había varias cuevas grandes donde
pastores del lugar guardaban a sus ovejas, cerdos y cabras durante el invierno.
Les costó casi todo un día llegar a Bei Chai Chuang, los habitantes barrieron
las cuevas y dispusieron todo para sus huéspedes. Algunos granjeros les
prometieron que harían excursiones a Yangcheng para ver cómo andaba la
situación allá; a la noche siguiente, un granjero les dijo que había visto a
soldados japoneses marchar hacia la puerta este de Yangcheng; una semana
después, otro granjero les contó que los había visto salir por la puerta
occidental. Varios de los refugiados querían saber cómo estaban sus casas o si
sus familiares habían regresado, Gladys se ofreció como voluntaria para ir a
averiguarlo. Al atardecer, Gladys llegó a Yangcheng y encontró a la ciudad
envuelta en un silencio sepulcral. Cuando estaba viendo lo que quedaba de la
posada, oyó gritos en japonés, al parecer las tropas japonesas o no habían
abandonado la ciudad o habían regresado. Gladys logró escapar a través de la
puerta occidental, en medio de un intercambio de bombas entre los soldados
japoneses y los nacionales, pasó la noche en la hendidura de una roca sobre el
desfiladero por el que pasaban los soldados. A la mañana siguiente regresó a
Bei chai Chuang con la noticia de que tendrían que permanecer en las cuevas.
A comienzos de 1939, una incómoda paz llegó a Yangcheng,
la que duró solo hasta que llegaron noticias de que las tropas japonesas
estaban de regreso. Esta vez el Ejército Nacional Chino planeó que cada ciudad
sea destruida: que se demolieran los tejados de todo edificio, que se
sacrifique a los animales que no se pudieran trasportar, que se quemaran las
cosechas, y que los pobladores huyan a las montañas para que así los japoneses
no encuentren dónde albergarse. Antes de llevar a cabo la destrucción de la
ciudad, el mandarín invitó a Gladys al yamen
en donde realizaría una fiesta, ella fue presa de la curiosidad por saber qué
iba a decir su amigo. Presentes estuvieron las personalidades de Yangcheng. Cuando
terminaron de comer, el mandarín le dijo a Gladys «Ai-weh-deh,
he visto cómo eres y todo lo que haces y me gustaría ser cristiano como tú». Lágrimas de gratitud hacia Dios brotaron de los ojos de
Gladys, cualquier cosa que le sucediera valdría la pena con tal de haber
escuchado decir al mandarín que se hacía cristiano.
La guerra duraba ya casi un año y medio, la política de
tierra quemada enfurecía al ejército japonés, cuando este pasaba por una aldea
arrasada se vengaba ametrallando o lanzando bombas a cualquier cosa que se
moviera. Es así como Francis, uno de los hijos adoptivos de Gladys, perdió tres
dedos de la mano. A medida que este conflicto se prolongaba, miles de niños
quedaban huérfanos o eran separados de sus padres, algunos niños iban en
búsqueda de Gladys, la Ai-weh-deh, porque habían oído que ella cuidaba de los
huérfanos, es así como cuando llegó a tener más de ciento cincuenta dejó de
contar. Cuando Gladys se enteró que Yangcheng era un lugar seguro, decidió
regresar a la Posada de las Ocho Felicidades con los niños. Su amigo el
mandarín tuvo que huir con su familia pues los japoneses mataban a los
mandarines que capturaban. Una vez establecidos en Yangcheng con todos los
niños, Gladys visitó a la pareja Davies en Cheng chou, una noche la despertaron
unos gritos que procedían del cuarto de las refugiadas. Dentro habían soldados
japoneses amenazando a las mujeres, cuando Gladys entró uno de los soldados la
golpeó con la culata del fusil con todas sus fuerzas, Gladys cayó al suelo
inconsciente. Cuando recuperó la conciencia, Jean Davies le contó que detrás de
Gladys entró David, el que recibió un golpe que le desgarró la mejilla pero
pudo gritar a las mujeres que oraran. El furioso soldado apretó el gatillo
apuntando a su cabeza pero el arma no disparó las tres veces que este lo
intentó. Asustado el soldado huyó de la casa y los otros no sabían qué hacer,
mientras discutían llegó el capitán y se los llevó a todos.
Cuando estaba ausente de Yangcheng, Gladys recibió la
noticia de que su hijo mayor, Less, se había unido al Ejército Nacional y a las
pocas semanas le avisaron que había muerto en combate. Theodore White,
periodista estadounidense, llegó hasta la provincia de Shansi en donde escuchó
de Gladys, la encontró en Yangcheng y ella respondió a todas sus preguntas de
buena gana. Gladys quería que el mundo supiera el horror y lamento que China
estaba sufriendo, no se imaginó que el reportaje sería comprado por Time
Magazine y que sería leído por gente de Estados Unidos, Gran Bretaña y el resto
del mundo. Un general del Ejército Nacional le pidió a Gladys que le informara
cualquier despliegue japonés del que ella se enterara, este mismo le contó de
la señora de Chiang Kai-chek quien había fundado muchos orfanatos en la
provincia de Shensi, y que, si le escribía, tal vez tuviera lugar para los
niños que Gladys tenía. Esta señora le respondió que si los hacía llegar hasta
Sian, en Shensi, ella les daría lugar a los niños y algún dinero para apoyar su
obra. Todo pareció sencillo, uno de los recién convertidos, Tsin-Pen-kuang, se
ofreció a llevar al primer grupo y a traer el dinero cuando volviera por el
segundo grupo de niños. Gladys preparó a los primeros cien niños, prometió orar
por ellos, y cinco semanas después se enteró que habían llegado con bien. Pero
Tsin-Pen-kuang no regresó, fue robado y asesinado por los japoneses en su viaje
de regreso, además, una copia del artículo del Times cayó en manos japonesas
los que ofrecieron una cuantiosa recompensa por Gladys, viva o muerta. Cuando
ella se enteró de esto, pensó en una oración que la señora Lawson le enseñó: «Si he de morir, no tema yo a la muerte, mas tenga sentido, oh Dios, mi
sacrificio». Decidió ser ella quien llevara a los
demás niños a Sian, pero sabía que corría peligro, si los japoneses la
encontraban con noventa y cuatro niños de seguro los mataban delante suyo y
luego a ella.
Despertó a los niños, les dijo que se pusieron toda la
ropa que tuvieran, y que amarraran sus zapatillas a la cintura. Les dio a cada
uno su saco de dormir y los hizo formar dos filas, una de niños y otra de
niñas, por orden de estatura, los grandes cuidarían de los más pequeños y
cargarían la comida que ella preparó en fardos. Al llegar a la primera aldea,
un sacerdote budista los alojó en el templo para pasar la noche, le dijo a
Gladys que los soldados japoneses siempre rondaban esas zonas, y que si
descubrían a Ai-weh-deh, la mujer de la recompensa, no tendrían lástima de
ninguno de ellos. A la quinta noche, los niños más pequeños lloriqueaban de
hambre y temor, a las niñas más grandes les dolían los pies, los que habían
tenido atados de pequeñas cuando la costumbre aún era legal, a ella le dolía la
cabeza (mucho desde aquel golpe de fusil en Cheng chou), y se estaban quedando
sin comida.
Durante un momento de silencio, dos niños mayores que se
adelantaron retrocedieron anunciando que adelante venían soldados, pero Gladys
vio que se trataba de soldados nacionales. Cuando estos acortaron la distancia,
un avión japonés sobrevoló la zona y todos, soldados y niños, corrieron a ocultarse,
pero no hubo ataque pues lo pedregoso de la zona impidió que los pilotos los
vieran. Los soldados les ofrecieron quedarse con ellos y compartieron su cena
con todos, por primera vez Gladys se sintió libre para comerse toda su ración.
El duodécimo día, ningún niño mostraba la alegría del primer día, todos tenían
que avanzar con pies llenos de llagas. De pronto divisaron la aldea de Yuan
Chu, pero al llegar allí no encontraron más que un pueblo fantasma. Gladys no
se desanimó, siguieron hasta el río Amarillo, el que debían cruzar en barcas y
que estaba muy cerca. Permanecieron cuatro días en la ribera de este pues no
había barca alguna para cruzarlo; Gladys instó a los niños a cantar himnos y a
orar, estaban así cuando un soldado del ejército nacional los divisó desde una
colina; este bajó a socorrerlos y tras silbar apareció una barca, con su ayuda
pudieron cruzar el río. El grupo pasó la noche en una población cercana, en
donde los aldeanos compartieron su comida y k’angs
con ellos.
A la mañana siguiente llegaron a la estación de tren en
donde podrían tomarlo gratuitamente, por ser refugiados, hasta Sian. Cuando los
niños vieron la locomotora se espantaron y huyeron provocando las risas de la
demás gente, Gladys los convenció de que no estaban a punto de ser engullidos
por un dragón gigante y todos subieron a bordo. Al cuarto día de viaje, el
vagón paró de pronto en medio del camino, sin ninguna estación cerca; el
maquinista les dijo que el puente que debían cruzar había sido bombardeado y
que tenían que bordear la montaña a pie para alcanzar el siguiente tren en el
que continuarían el viaje; Gladys se sintió morir cuando supo que les costaría
cuatro o cinco días bordear el monte. Con la promesa de que al final del viaje
encontrarían té y comida caliente los niños siguieron adelante, cinco días
después llegaron a Tung Kwan, pero ahí se enteraron que los trenes que
circulaban solo transportaban carbón; con la confianza puesta en Dios, mandó a
los niños a estirar sus sacos y dormir. Un estibador de carbón vio a los niños
durmiendo en el andén y convenció al maquinista para que los transportara
encima del carbón, este aceptó, y, despertando a Gladys, todos fueron
acomodados entre los carbones. Tres días les costó llegar a Sian, pero la
ciudad estaba repleta de refugiados y con guardias que no permitían entrar a
ninguno más, el maquinista le dijo que Fufeng estaba a tres días más y que aun
recibían a refugiados. Gladys sacó fuerzas para hacer el final del recorrido,
una vez en Fufeng entregó a los niños a un orfanato, y a los dos días de
haberlo echo cayó en coma.
Gladys se despertó oyendo voces que decían «Es increíble que aún esté viva, con fiebre, neumonía, tifoidea y mala
nutrición. Bastaría una de esas dolencias para acabar con la vida de una
persona normal y ¡llegó aquí hace dos semanas con las cuatro enfermedades!». Durante dos meses Gladys perdió y recobró el
conocimiento en un hospital dirigido por misioneros bautistas. Cuando se
recuperó un poco, el médico le recomendó a unos amigos misioneros que vivían en
el campo en donde podía recuperarse del todo. Gladys pasó allí varios meses y
cuando se recuperó recogió a catorce niños del orfanato, entre ellos
Nuevepeniques, Francis y Boa, sus hijos, y se mudaron a una fábrica abandonada.
Las niñas mayores cocían y los niños cargaban bultos o trabajaban la tierra,
con este dinero compraban comida. Gladys compartía el evangelio a donde iba,
trabajó en una colonia de leprosos, predicó en la cárcel a diario hasta que
muchos de los presos se convirtieron. La iglesia metodista le pidió que los
ayudara en la evangelización, cuando predicaba cientos la escuchaban y muchos
se convertían, desde pobres refugiados hasta personajes con altos cargos,
también un gran número de universitarios.
A los pocos meses, el partido comunista tomó el control
de las universidades; a los alumnos los hacían llenar cuestionarios con
preguntas como ¿Qué partido político apoya? Si se estaba de acuerdo con el
gobierno (es decir, ser favorecidos con buenos puestos y salarios) se debía
marcar un círculo y si se estaba en contra poner una equis (ser discriminado de
por vida y no encontrar buenos empleos). Al contar los formularios, los
funcionarios enfurecieron por la gran cantidad de equis marcadas; se reunió a
los que marcaron un circulo para pedirles que hostiguen a los cristianos que
marcaron la equis. Un mes después se volvió a hacer el cuestionario y esta vez
las equis eran más, los comunistas instaron a repetir su hostigamiento, esta
vez los cristianos eran golpeados en callejuelas oscuras, no se les permitía
hablar entre sí, ni realizar reuniones de oración. Tres meses después el
partido comunista convocó a una reunión abierta en la plaza de la ciudad, se
leyó un nombre y una joven cristiana de diecisiete años salió al frente, el
oficial comunista le preguntó a quién apoyaba y cuando ella le dijo que aún
creía en Jesucristo y en la Biblia un soldado la arrastró al centro de la plaza
y con un movimiento rápido le cortó la cabeza. Lo mismo pasó con los demás
doscientos estudiantes que fueron interrogados, ninguno declaró apoyar al
partido comunista.
Después de mucha oración, Gladys decidió ir a Shanghai
donde conoció a un grupo de influyentes cristianos chinos que le hablaron de
una sociedad que habían fundado al terminar la guerra; los directivos hablaron
con ella y le ofrecieron los últimos dólares que tenían para pagar su viaje a
Inglaterra, habían pasado siete años desde que ella dejara a los huérfanos en
Fufeng pero no se había recuperado del todo. Dos meses después de viajar por
barco y tren, Gladys llegó a la estación de Liverpool Street, pasaron muchos meses para que ella se sintiera cómoda
en su país, a veces olvidaba dónde estaba y hablaba chino mandarín en vez de
inglés. Algunas veces le daba fuertes dolores de cabeza y se desorientaba, todo
como consecuencia de aquel golpe de culata en Cheng chou. Una cosa con la que
no había contado era el ser famosa; reporteros de la BBC de Londres la incluyó
en una serie radiofónica sobre los héroes de la guerra, esto produjo una
radionovela con ella como protagonista, un libro que relataba su vida en
Yangcheng, y hasta se filmó una película protagonizada por Ingrid Bergman.
Gladys utilizó su fama para ayudar al pueblo chino,
solicitó a los cristianos a orar por el pueblo chino, compartió mesa con jefes
de Estado, se entrevistó con la reina Isabel, estableció puntos de recolección
de ropa de abrigo para ser enviada a Formosa (Taiwan), en donde muchos chinos
huyeron tras la toma de poder de los comunistas, asistió a cientos de
refugiados que llegaron a Liverpool enseñándoles el inglés y realizando cultos
religiosos en chino. Pero para ella no bastaba, quería regresar a casa; después
de diez años en Inglaterra decidió volver a la cultura que amaba, pero no pudo
ingresar a la china continental (ningún extranjero podía hacerlo, así tenga la
ciudadanía), por eso, en 1957, Gladys partió rumbo a Formosa, en donde trabajó
para el pueblo chino: enseñó estudios bíblicos, cuidó bebés y niños, viajó y
predicó el mensaje del evangelio, y se sintió agradecida cuando una misionera
joven llegó para ayudarla.
El día de Año Nuevo de 1970, Gladys se fue a dormir y no
volvió a despertar. Más de un millar de personas asistió a su funeral en Taipei
(capital de Taiwan). En la cima de una colina, en el Christ’s College de Taipei,
mirando hacia la China continental, fue enterrado el cuerpo de Ai-weh-deh, la
virtuosa.
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